Cada mañana se levantaba con el sol, pero ese día, se quedó en la cama hasta las 11. Al levantarse, buscó su bata entre la ropa del suelo y se la echó por encima. Se dio cuenta de que la bombilla estaba fundida. No necesitó encenderla para comprobarlo. Simplemente podía ver cómo uno de los filamentos se había roto. Buscó en las gavetas una bombilla nueva, dio con una de buena potencia, y la apoyó en la mesa para colocarla más tarde. Tenía la cabeza embotada y fue a hacer café. Para ello vertió agua en un vaso, una cucharada de café instantáneo, un sobre de azúcar, revolvió lentamente, y fue a mirar por la ventana mientras le daba sorbos.
Esa mañana estaban todos tristes. Podía verlo, sus caras se lo decían, era un día desolador.
Decidió no salir de su habitación y cambiar la bombilla. Cuando la hubo puesto, comprobó que encendía a su señal unas diez veces seguidas. Cada vez que apretaba el botón, la bombilla respondía encendiendo su luz. Le pareció que funcionaba bien, y fue a buscar cualquier otra irregularidad en la habitación.
Primero se dirigió al grifo, comprobó que cuando lo giraba salía agua. Probó con el agua caliente, y tuvo que esperar unos segundos a que empezara a entibiarse. Le pareció q ue podía ser mucho más efectivo, pero no se le ocurrió la manera de arreglarlo.
Volvió a encender la bombilla, estaba satisfecho, ahí sí había podido intervenir, y de una manera triunfante.
Se acordó del café y se asomó a la ventana, pasó largo rato mirando por la ventana, viendo las caras deprimentes de aquella gente; se concentró en una de ellas, una chica joven sentada en un banco, sola. Sabía perfectamente lo que estaba pensando, y decidió ayudarla.
Antes se terminó el café, comprobó que la bombilla seguía funcionando, e hizo sus necesidades.
Abrió la ventana y se quitó la bata. Sacó primero una pierna y luego otra, sentándose en el alféizar. Entonces la llamó, silenciosamente, pero antes de que ella respondiera volteando hacia su ventana, una mujer empezó a señalarlo con el dedo y a gritar que no se tirara.
Ahora la chica lo miraba, y quiso ver qué pensaba de ello. Pero se había quedado en blanco. No emitía ningún juicio, sólo lo observaba.
-¡Sólo quiero que sean felices!- gritó de repente.
Todos le miraban. No sólo la chica, todos habían parado ahora sus pensamientos para observarlo, asombrados de sus palabras.
-Vamos Joaquín, no hagas boberías, bájate y ya verás qué felices seremos todos.
-No les creo -respondió,- ustedes siempre están tristes, preocupados, asustadizos, y quiero que sea diferente.
Entonces apoyó sus pies en el respaldo de la ventana y se puso a bailar. A bailar así, con el pelo suelto, con el frío que hacía y desnudo. La chica se rió. No sólo se rió, parece que entendió su mensaje y se levantó y se puso a bailar, una música inaudible, pero a partir de sus movimientos se diría que rítmica, no como la de Joaquín, que se contoneaba sin sentido ni tapujos desde el segundo piso.
La gente se reía, alguno se animó a mover su cuerpo, algunos pocos siguieron mirando hacia abajo, caminando, como ajenos a lo que pasaba.
La puerta de su habitación de abrió violentamente, y antes de que se diera cuenta lo cogieron por la espalda y lo tumbaron en una camilla, le ataron los brazos al cuerpo, y no le escucharon cuando les dijo que la chica había bailado, que eran un poco más felices, que la bombilla ya funcionaba, que no tenía frío, que no le importaba caerse, que estaba bien, que esa mañana estaba bien. Él sintió el enfado de ellos, escuchó sus pensamientos intolerantes, hasta que se quedó prontamente dormido en un sueño sin sueños.
Qué bonito Sofía… y tan tuyo! Tienes un toque de sensibilidad extraordinario y poco común. Gracias por tus regalos literarios. Un beso grandote